jueves, 14 de abril de 2011

No te vayas, Tina.

Nunca fui capaz de decirle que no a nada. Tenía una cara dulce, tanto que a veces me olvidaba de como era el resto de su cuerpo. Ella, siempre alegre, siempre risueña, siempre con falda. Ese toque tan femenino me encantaba más si cabe. El segundo cajón de su mesita de noche (el primero nunca me dejó mirarlo) era como un arco-iris: medias de colores ordenadas al milímetro. A la derecha de la cama redonda, en su escritorio, una lámpara roja y tres lapiceros y medio. Supuse que ahí era donde escribía. Letra redonda cuando lo hacía en un cuaderno, letra ligeramente inclinada hacia la derecha cuando se trataba de una canción. Siempre pensé que la segunda tenía un toque artístico. Cantaba como los ángeles, sin embargo, no bailaba bien. Pero a mí me gustaba. Tenía un movimiento especial. Como todo lo que hacía, especial. Nunca fui capaz de decirle que no a nada. Fuimos a mil sitios juntos, incluso a París para cumplir un sueño suyo: un beso y una promesa con la Torre Eiffel de testigo. Nunca le dije que no hasta que quiso irse. Se lo pedí por favor: no te vayas, Tina.

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