sábado, 8 de enero de 2011

Les gustaba quererse hasta la saciedad. Ya fuese en la cocina, el salón o en la cafetería de enfrente de Starbucks que siempre estaba casi vacía. Sabían que habían nacido el uno para el otro, y por qué no decirlo, sabían que nadie se quería en ese momento tanto como ellos. Les gustaba también reñir de vez en cuando. Pero nunca en serio. Siempre que discutían acababan reconciliándose y diciéndose todo lo que sentían. Por eso, más de una vez, ella provocaba con una excusa de lo más tonta esas "discusiones" si es que se podían llamar así. 
- ¿Por qué no has puesto nata en mis fresas?
- Nunca te ha gustado las fresas con nata... ninguna fruta te ha gustado con nata, tonta. 
- ¿Y tú qué sabes?
- Porque te conozco más que nadie.
- O no... 
- Venga ya... sabes que sí, chiquitina. 
- ¡Te odio!
- Sabes que no puedes odiarme. 
- ¡Uf! Siempre consigues que no me enfade... 
- O tú siempre haces algo para que nos reconciliemos después, es relativo eso.- Y sonríe levemente. 
- Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. 
- Ven aquí, anda. 
Y así vuelven a ese estado de enamoramiento máximo por el cual muchas personas los tratan de locos. Pero ¿y qué? Se quieren, y eso es lo que importa. 

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